jueves, 27 de junio de 2013

En la carretera


Salí de Caspe por la avenida de Chiprana, con “la calor”, que mantenía las aceras vacías de gente y rebosantes de luz. En las afueras del pueblo fui dejando a la izquierda, en sucesivos cruces, los desvíos a Alcañiz y a Chiprana, siguiendo siempre recto en dirección Bujaraloz.

Caminaba por el arcén, pisando de vez en cuando trocitos de cristal, alguna goma, tornillos, trozos de plástico, metal y algún envoltorio, esparcidos como notas de color sobre el monótono gris del asfalto. A los lados de la carretera alguna higuera, un hato de cañas, muchas amapolas, sisallos, escobizos, cardos marianos, y muchas otras yerbas, altas y turgentes, daban al entorno un aspecto de fértil vertedero. Más adelante, el vuelo de un águila real sobre un olivar del otro lado de la carretera, me alegró este comienzo de la ruta, en la que tenía la esperanza de hacer muchos hallazgos naturalísticos.

Empecé a sentir el ritmo lento del caminar. Todo parecía más grande. Cinco horas antes, en el autobús, los últimos cinco kilómetros de carretera desde las Playas de Chacón hasta mi destino, se me habían hecho tan cortos que solo me dio tiempo a pensar: ya estoy en Caspe. Pero andando, iba a tardar más de una hora en recorrerlos. Tuve que aplicarme la virtud que más tendría que usar durante el viaje a pie: la paciencia. Sabía que tenía que empezar muy despacio. La mochila pesaba mucho y el piso de asfalto era lo peor para mis rodillas, castigadas durante años. En los últimos tiempos había dejado de correr por problemas en estas articulaciones, y aunque tenía costumbre de andar muchas horas, nunca en mi vida lo había hecho con tanto peso a la espalda y durante tantos días. Tenía miedo de lesionarme. En este principio de la caminata, tener que abandonar el viaje por el fallo de alguna rodilla antes de lo previsto, me pareció lo más probable. En respuesta a estos pensamientos, me obligaba a caminar muy despacio, mucho más de lo que mis músculos y mi ansiedad me pedían.

La carretera bajaba ligeramente hasta una gasolinera en la que compré una botella grande de agua. Estaba en el punto más bajo de la ruta hasta el puerto de Góriz, a ciento treinta metros sobre el nivel del mar. A mi derecha, en el embalse de Mequinenza, dos pescadores sujetaban sus cañas en una pequeña barca con el motor parado, cerca de la orilla orlada de tamarices. Al fondo se divisaba el Dique de Caspe, donde estuvo la confluencia del río Guadalope con el Ebro antes de hacerse el embalse.

El Dique de Caspe evita que el agua del pantano inunde los últimos kilómetros del curso bajo del río Guadalope, que quedan por debajo de la cota máxima. En este terreno se encuentra también una parte del casco urbano de Caspe, la estación de tren y algunas carreteras. Otra obra, a tres kilómetros y medio del pueblo hacia el este, conduce el agua del río directamente al embalse, a través de un canal excavado en una colina. Así, los últimos siete kilómetros del antiguo río Guadalope hacia su confluencia con el Ebro, son en la actualidad una hondonada de doscientas veinte hectáreas sin río y sin salida de agua, que se destinan a cultivos de huerta. Siempre me he preguntado cómo sacarán el agua de lluvia, escorrentía y vertidos varios, que inevitablemente se tiene que acumular allí.

Iba con la botella de agua en la mano, bebiendo según me apetecía. Así llegué hasta el puente por el que la carretera de Caspe a Bujaraloz cruza el río Ebro. Cientos de aviones comunes volaban frenéticos alrededor, entrando y saliendo de los bajos ocultos de la carretera, que yo imaginaba repletos de nidos. El embalse estaba al máximo de su capacidad. En las aguas turbias y marrones, cada cierto tiempo, oscuras manchas se movían despacio, cerca de la superficie, y desaparecían en la profundidad poco después. Me quedé un rato observando, y al poco me sorprendió un ruidoso remolino, creando ondas a su alrededor. Eran los grandes y feos siluros, las manchas oscuras, que yo esperaba ver, pero suponía más escasos. Se atacaban unos a otros junto a los tamarices y era entonces cuando más violentamente removían el agua, que sonaba por encima de la algarabía de los pájaros. Viéndolos tan fácilmente, me impresionó imaginar la cantidad enorme de estos animales que debía de haber en todo el embalse, teniendo en cuenta lo grande que es, y que solo se veían los que estaban cerca de la superficie. Cuando terminé de cruzar el puente, miré con prismáticos a los pescadores, que a lo lejos, en la barca, seguían junto a sus cañas, rectas e inmóviles.

El aroma estepario de la ontina me llegó donde la carretera subía suavemente, junto al Cabezo de la Barca. En la bajada posterior, poco antes de abandonar la carretera, me acabé el agua de la botella. Allí, cerca de las Playas de Chacón, la pequeña chopera estaba inundada, y sobre las copas verdes de los chopos jóvenes que sobresalían del agua se posaban las aves acuáticas. A mi paso, un grupo de garzas reales realizó un corto vuelo hasta un sitio más alejado donde volver a posarse y una bandada de azulones atravesó el aire, como una escuadra de aviones de combate. Junto con éstos, gaviotas y garcetas aprovechaban aquella tarde las aguas someras y las muchas ramas bajas de la ensenada. Crucé por allí la calzada y tomé el camino ancho que enfilaba recto hacia el norte, hacia un visible cerro llamado Cabezo Valero. Muy gustosamente, me despedí del asfalto.

 Pescadores en el embalse de Mequinenza


Siluros y tamarices


Cruzando el río

martes, 25 de junio de 2013

Caspe

Me he decidido a escribir mi experiencia en la ruta de 9 días por el Meridiano de Greenwich. Mi idea es ir publicando por partes en el blog, por lo que empiezo con la primera: 




A las 12:20 del 6 de mayo de 2013 bajé del autobús en la primera parada de la línea Zaragoza – Villarreal (provincia de Castellón). Hacía un día claro y bastante caluroso, que presagiaba la llegada de la época de la cosecha, tras un principio de primavera muy lluvioso en el Valle del Ebro. Caminé hacia el centro de Caspe, buscando las calles y edificios más antiguos: recorrí la calle Santa Lucía hasta la Plaza de España, y después por la calle Mayor, llegué a la Plaza del Compromís y subí las escaleras hasta los jardines que hay entre el Castillo-Colegiata y el colegio público Compromiso de Caspe.

Me senté en un banco de piedra a la sombra de una palmera, en un extremo del jardín. Bajo las palmeras, pinos y olivos, tres niños recién salidos del colegio jugaban a fútbol, compitiendo con los chillidos de los gorriones. Cada cierto tiempo, pasaban mujeres con niños pequeños de la mano, seguramente madres que venían de recoger a sus hijos del colegio. La primera llevaba una túnica azul con rombos negros y con borde blanco en la capucha; la segunda vestía de marrón, tapada de la cabeza a los pies, con una elegante franja vertical de ajedrezado dorado que recorría todo el vestido; la tercera vestía un traje también de cuerpo entero, rojo, con discretas rayas negras y doradas. Las tres llevaban telas ligeras, limpias y de colores vivos, que a mí parecer transmitían alegría y elegancia. Pasaron también hombres (magrebíes, subsaharianos, pakistaníes) vestidos con ropas de colores claros, neutros, casi tristes. Hacía calor, y un grupo de cinco hombres se acercaron a compartir el banco conmigo, ya que era donde mejor se estaba. Tuve la sensación de que en todos los alrededores, yo era el único blanco. Estuve un rato agradable descansando en este sitio, pero ya era mediodía y decidí ir a la céntrica Plaza de España, que está frente al ayuntamiento, para comer algo típico.

Llegué a la Plaza de España, no muy grande y rodeada de árboles, de aspecto agradable. Tras echar un vistazo a los pocos bares, decidí entrar en uno cuyo rótulo decía, simplemente: Kebab. Después de un par de horas en Caspe, me pareció que aquella era la comida más popular del lugar. Además, me gusta mucho el kebab. Aunque había terraza, huyendo del sol me instalé dentro como pude, con poco sitio para mí y la mochila entre una de las pocas mesas y la máquina de bebidas. Había sillas naranjas, azulejos grises y una decoración limpia y funcional, que había sido moderna no demasiado tiempo atrás. El garito lo llevaban dos chicos jóvenes a los que más tarde se unió un hombre maduro, muy parecido a uno de ellos y que bien pudiera ser su padre. Aparecía en muchas fotos, pegadas en la pared tras la barra, abrazado con diferentes personas, aparentemente caspolinos, lo que me hizo pensar que era el dueño. También debían de ser caspolinos los tres hombres, de entre 55 y 70 años, que charlaban animadamente, en castellano, con uno de los chicos, mientras se tomaban unas cervezas y unas olivas. El Kebab de cordero, con todos los complementos (incluida la salsa de yogur) estaba buenísimo. Me lo comí con la certeza de que era la última comida “buena” que iba a probar en 3 o 4 días. Les felicité, y tras una breve conversación en la que me informaron que eran pakistaníes y dónde encontrar una zapatería para comprar chanclas, me cargué la mochila y salí del bar al sol del mediodía.

Después de comprar unas sandalias ligeras y baratas en la calle Santa Lucía me dirigí a la rotonda donde había parado el autobús unas horas antes. A esta rotonda mira un bar con amplia terraza, el bar Aragón. Como el sol pegaba muy fuerte y acababa de comer, decidí esperar un tiempo antes de ponerme en marcha y entré a tomar un café. Dentro solo había un anciano cliente de aspecto local, y una joven camarera china. Me acomodé en una mesita junto a la pared. Me tomé un café con hielo y observé detenidamente el local, mientras sonaba un grupo con cantante china, interpretando una balada pop-rock con efectos de altavoz giratorio en el sonido distorsionado de la guitarra solista. En la pared del fondo unas escaleras subían, según indicaba un cartel bilingüe (árabe y español), hacia los "servicios de uso exclusivo para los clientes". Sobre la cafetera y la estantería de las botellas había una bandera de Aragón con el logotipo de la Diputación General, y sobre ella, grandes rótulos sobre el espejo anunciaban: pizzas para tomar y llevar. Sonaban una tras otra las canciones del grupo producido por algún nostálgico de Pink Floyd. Las había tranquilas, rockeras y hasta una perrillera que me hizo pensar en el “Camela” oriental. De vez en cuando entraba y salía un camarero joven, también chino, que servía a las mesas de la terraza. El anciano cliente se cansó de jugar en la máquina tragaperras y fue relevado por otro, también anciano. Cuando salí del bar para buscar dónde conseguir agua, la canción que sonaba se podría calificar como de un estilo "Celtas Cortos", pero en chino.

Llegué a una gasolinera cercana y compré tres litros de agua. Cargué con dos litros y medio (todo lo que me cabía en las cantimploras) y me bebí allí mismo medio litro. Debía acumular toda el agua posible, porque ya no iba a tener suministro el resto del día, ni en toda la noche, ni al día siguiente, hasta que llegase a Peñalba, en mitad de los Monegros, a más de 46 kilómetros de allí. Me preparé para empezar a caminar: me puse la camiseta de sudar, preparé la gorra con la tela para el sol y empecé a embadurnarme de crema solar. Estaba en ello cuando un hombre se me acercó:

- ¡Cream, cream! – Me gritaba, haciendo ademán de frotarse los antebrazos.

Cuando llegó ante mí me pareció que era original de oriente medio, y que tenía más melanina en cada brazo que la de toda mi familia junta. Le di un poco de crema y él aprovechó el encuentro para contarme que había inmigrado pero que no encontraba trabajo, que tenía familia en Pakistán, que dormía en la calle y se duchaba en la gasolinera y, por supuesto, que necesitaba dinero. Se llamaba Eshaan, según le entendí, y estaba esperando que empezase la campaña de recogida de la fruta para trabajar como jornalero. Le di las monedas que llevaba, lo que le pareció poco, y le expliqué que iba de viaje con todo a cuestas y que llevaba dinero justo. Me miró con una cara en la que creí ver compasión, admiración y sobre todo, extrañeza. Me calé las gafas de sol, me acomodé nuevamente la mochila a la espalda, nos despedimos deseándonos suerte mutuamente, y con el bastón en la mano, comencé a caminar. Eran las 15:30, el sol seguía pegando fuerte y tenía pinta de que iba a seguir haciéndolo durante varias horas.

 Caspe: Plaza del Compromís