lunes, 29 de abril de 2013
Un pequeño silencio blanco
Asciendes rítmica y lentamente sobre la nieve, que sigue cayendo. Concentras tu mirada en las espátulas y en la manera en que éstas crean la huella. Adelante y atrás, a izquierda y derecha, un silencio blanco. Un silencio que evoca el gran relato de Jack London en las llanuras heladas del territorio del Yukón, aunque comparado con aquello, esto sea un juego. Niebla, nieve, frío, viento, nubes, pero sobre todo silencio. Aún te parece más callado el silencio con las casetas cerradas y los remontes de la estación de esquí parados.
Hoy te has levantado temprano y no has podido o querido quedar con algún compañero para hacer la excursión. Es una salida brevísima, de un par de horas. Otros van en bicicleta, a la piscina, al cine o a ver un partido de fútbol al bar. Tú estás aquí, a las siete y media de la mañana, subiendo una montaña domesticada, un domingo de ventisca a 3 grados bajo cero, sudando y mirando cómo las espátulas de tus esquís desvirgan la ladera nevada. Notas cómo poco a poco el vientre se te va ahuecando, a la vez que los muslos se te hacen más densos. Los pulmones siguen ventilando obligados por tu mente, que se concentra en acompasar la respiración al movimiento de las tablas, fijaciones, botas, piernas y brazos. Te vas adentrando en una niebla cada vez más espesa. Usas tus dotes de montañero para buscar, usar y recordar como puntos de referencia los objetos artificiales de la estación de esquí. A la vuelta, con esta densa niebla, sólo tu huella te servirá para saber por dónde bajas y deberás hacerlo despacio, sin perderla de vista, mientras das giros de seda en la nieve reciente. Es la ley de la montaña, la ley que amas y respetas: Si te sacrificas, tienes tu recompensa; si te equivocas, pagas un precio; si sufres, es porque tú quieres; y quieres; y sufres; y gozas. Nadie se aprovecha de ti; a nadie le debes nada. Nadie te pide nada que no quieras dar. No tienes que pensar a quién afectarán tus decisiones. Estás felizmente solo. En este momento tú eres, nada más y nada menos, tú mismo. En tu pequeño silencio blanco.
miércoles, 24 de abril de 2013
El unicornio, algunos errores y al buen tiempo Malacara
Subía muy temprano de Villanúa hacia la Trapa y reparé en que el vallado del sembrado en el Costado de Letranz era más alto de lo normal. Deduje enseguida que sería para evitar la entrada de los ciervos, frecuentes en la zona y hábiles saltadores. Un kilómetro más arriba me topaba con la prueba: una esbelta cierva posaba tranquila en mitad de la pista. Con sus grandes orejas, y su hocico alargado, su rostro me miraba de frente, mientras me ofrecía a la vista el flanco derecho del resto de su cuerpo. Bajé la marcha del coche, pero no lo detuve. En cuanto franqueé su distancia de seguridad, sus largas patas como muelles la propulsaron ágilmente hacia el desmonte y se perdió de mi vista dentro del espeso sotobosque de boj bajo los pinos royos.
Dos curvas antes de llegar al refugio de la Espata tuve mi segundo encuentro, esta vez más simpático aún. En un claro del bosque, junto a la pista, un pequeño corzo huyó del ruido de mi coche. Solo corrió unos pocos metros, y al salir de la próxima curva, allí estaba, a pocos metros de la pista, bien visible, quieto, observándome. Paré el coche, pero no el motor. El animal no se movió. Pude verlo bien, despacio. Era pequeño, el pelaje de un color gris sucio, con el aspecto andrajoso de los animales que están mudando. En su cabeza, como una antena de los antiguos móviles, sobresalía un solo cuerno de un lateral, apuntando hacia arriba y sin ramificaciones. Era el más destartalado de los unicornios que se hayan visto jamás. Pero tenía sentido del humor. Simplemente estaba esperando a ver si tenía yo ganas de sacarle una foto. Claro que las tuve, y salí del coche; abrí el maletero; abrí la mochila; saqué la funda con la cámara de fotos; la desenfundé; volví al frente del coche desde donde lo había estado observando y me dispuse a obtener mi trofeo fotográfico de la jornada. Pero ya no estaba. No sé si los unicornios se ríen, pero en ese momento en el pinar de la Trapa había uno disfrazado de corzo que me había tomado el pelo bien.
Mi intención era subir con esquís al monte Somola Bajo desde el collado de Marañán, que se ve desde el refugio de la Espata. Pero ya desde el coche ví que faltaba nieve en un buen tramo por encima del collado. Me sorprendió, pues pocos días atrás me había parecido ver esta loma bien cargada de nieve. Ese fue mi primer error. Después pensé cambiar de objetivo y seguí hasta el punto donde se toma la subida hacia Collarada. Era un objetivo más costoso, y yo quería volver pronto a casa esa mañana. Salí del coche, saqué los esquís, y cuando fui a colocar el permiso para las pistas en el salpicadero, ví que estaba caducado. Ese fue mi segundo error. Ante la posibilidad de que subiese alguna autoridad y me denunciase, opté por renunciar a la zona y marcharme hacia Astún. Una vez allí, desde el aparcamiento, ascendí por la pista paralela al barranco de Truchas hasta el punto donde hay que desviarse para subir al pico Malacara. La nieve estaba dura, y fuera de las pistas había flanqueos algo empinados. Fui a sacar las cuchillas; abrí la mochila y rebusqué, pero allí no estaban; me las había dejado en el coche. Ese fue mi tercer error.
Sin embargo, la subida fuera de la estación hasta el pico Malacara es el mejor recuerdo que tengo del día. Al pico se llega recorriendo hasta su cúspide un pequeño vallecito, inclinado arriba pero cuya pendiente se atenúa hasta llanear en su parte baja. Con algo de tensión porque podía resbalar en cualquier momento pero sin ningún peligro serio, fui llegando hasta la suave cresta. Allí me esperaba una galería de pequeñas esculturas en hielo formadas por la ventisca de sur sobre los cepellones del siso, que aguantaban sin fundirse en su helada rigidez a pesar de llevar varias horas bajo el sol. Hacia el pico de Canaurouye, la cresta era una sucesión de cornisas amenazadoras. Admiré una vez más la Canal Roya, el Anayet y todo lo demás, en una plácida mañana soleada y sin viento. Sobre la nieve compacta, lisa y dura, bajé a base de giros crujientes, en pocos minutos hasta el coche. Solo quedaba disfrutar del café con leche en Canfranc, a media mañana, y volver a casa satisfecho. Al buen tiempo, Malacara.
esculturas de hielo
cornisas
Canal Roya
lunes, 15 de abril de 2013
Duros comienzos, en el valle de Rigüelo
El sábado por la mañana, desde el final de la carretera del valle de Aisa, iniciamos la ascensión en esquí de montaña hacia el pico de Lecherín. Más o menos a las 9 de la mañana, nos pusimos en marcha Curro, competente guía de
alta montaña, Elena, primeriza en el esquí de travesía y yo, ni lo uno ni lo otro. Realizamos la primera parte con los esquís
en la mochila, porque abajo había poca nieve. A Elena le habían prestado unas
duras botas, que le quedaban grandes y le hacían daño. Caminando, llegamos al
lugar donde ya todo en adelante estaba cubierto de nieve, y comenzamos a
foquear.
La nieve estaba húmeda y de vez en cuando los esquís de
Elena patinaban unos centímetros en la ladera más empinada que tuvimos que
atravesar. La tensión aparecía, lógicamente al tratarse de su primera excursión
de esquí en la montaña, fuera de las pistas pisadas de las estaciones. Pasamos por las fuentes de Rigüelo, donde la
nieve estaba irregularmente hundida o desaparecida, por efecto del agua que surge en ese punto de la tierra, a
una temperatura bastante superior al punto de fusión. Y poco a poco, superando
esa tensión con buen humor, nos internamos en las suaves laderas del valle de
Rigüelo.
La mañana era gris. No hacía frío, no hacía viento, y
tampoco lucía el sol. Era un día neutro, como un vaso de agua templada. Las
cimas quedaban ocultas tras las nubes y nosotros progresábamos lentamente por
las huellas bien trazadas por anteriores esquiadores. Sudábamos. En la
confluencia de las vaguadas que bajan desde la Garganta de Aisa y del Mallo de
Lecherín, hicimos una parada para beber agua, coger resuello y acometer la pala
principal de la ascensión. Sobre nosotros, las moles rocosas del pico de Rigüelo
y el Mallo de Lecherín a un lado y el macizo de Aspe al otro, comenzaban a dejar
ver sus cimas, como si en gesto cortés retirasen el velo de nubes de sus
altivos rostros de piedra caliza.
Según subíamos la gran pendiente, las nubes altas iban
ahilándose. Aparecían los primeros claros en el cielo, pequeños y efímeros. En esos momentos, el sol se podía ver como un
disco blanco que escasamente conseguía deslumbrar y la luz cambiante que
llegaba esquivando las nubes producía reflejos plateados y dorados en la superficie
nevada de la montaña.
Pero en seguida las
nubes volvían a compactarse. Seguíamos subiendo, repitiendo movimientos. Elena
recibió de Curro las instrucciones para dar las “vueltas María” y tuvo ocasión
de practicar esta maniobra bastantes veces. Los esquís que le habían dejado
eran largos, anchos y pesados para ella. Esto se lo ponía aún más difícil, y
tuvo que realizar grandes esfuerzos en cada giro cerrado de la subida. Habíamos
subido ya unos 800 m de altitud y a Elena se le acababan las fuerzas. Decidimos
darnos la vuelta.
El principio de la bajada fue lo más duro para nuestra
compañera. Tenía los pies doloridos y las piernas agotadas; la nieve estaba
pesada y la pendiente era fuerte. Poco a poco bajamos hasta una roca en la que
comimos. Después, ya algo recuperados, pudimos descender unas laderas
disfrutando del esquí, y después de volver a atravesar junto a las fuentes de Rigüelo, llegamos a los
llanos de Napazal, donde nos habían venido al encuentro Pala y Quillo.
Bajábamos caminando, y en los claros herbosos recién
descubiertos de nieve, algunos de los narcisos jacetanos que por la mañana aún
estaban cerrados, ya habían abierto su corola amarilla con forma de trompeta,
orientada hacia lo alto en un ángulo de 45 grados. Hacía calor y lucía el sol.
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