martes, 25 de junio de 2013

Caspe

Me he decidido a escribir mi experiencia en la ruta de 9 días por el Meridiano de Greenwich. Mi idea es ir publicando por partes en el blog, por lo que empiezo con la primera: 




A las 12:20 del 6 de mayo de 2013 bajé del autobús en la primera parada de la línea Zaragoza – Villarreal (provincia de Castellón). Hacía un día claro y bastante caluroso, que presagiaba la llegada de la época de la cosecha, tras un principio de primavera muy lluvioso en el Valle del Ebro. Caminé hacia el centro de Caspe, buscando las calles y edificios más antiguos: recorrí la calle Santa Lucía hasta la Plaza de España, y después por la calle Mayor, llegué a la Plaza del Compromís y subí las escaleras hasta los jardines que hay entre el Castillo-Colegiata y el colegio público Compromiso de Caspe.

Me senté en un banco de piedra a la sombra de una palmera, en un extremo del jardín. Bajo las palmeras, pinos y olivos, tres niños recién salidos del colegio jugaban a fútbol, compitiendo con los chillidos de los gorriones. Cada cierto tiempo, pasaban mujeres con niños pequeños de la mano, seguramente madres que venían de recoger a sus hijos del colegio. La primera llevaba una túnica azul con rombos negros y con borde blanco en la capucha; la segunda vestía de marrón, tapada de la cabeza a los pies, con una elegante franja vertical de ajedrezado dorado que recorría todo el vestido; la tercera vestía un traje también de cuerpo entero, rojo, con discretas rayas negras y doradas. Las tres llevaban telas ligeras, limpias y de colores vivos, que a mí parecer transmitían alegría y elegancia. Pasaron también hombres (magrebíes, subsaharianos, pakistaníes) vestidos con ropas de colores claros, neutros, casi tristes. Hacía calor, y un grupo de cinco hombres se acercaron a compartir el banco conmigo, ya que era donde mejor se estaba. Tuve la sensación de que en todos los alrededores, yo era el único blanco. Estuve un rato agradable descansando en este sitio, pero ya era mediodía y decidí ir a la céntrica Plaza de España, que está frente al ayuntamiento, para comer algo típico.

Llegué a la Plaza de España, no muy grande y rodeada de árboles, de aspecto agradable. Tras echar un vistazo a los pocos bares, decidí entrar en uno cuyo rótulo decía, simplemente: Kebab. Después de un par de horas en Caspe, me pareció que aquella era la comida más popular del lugar. Además, me gusta mucho el kebab. Aunque había terraza, huyendo del sol me instalé dentro como pude, con poco sitio para mí y la mochila entre una de las pocas mesas y la máquina de bebidas. Había sillas naranjas, azulejos grises y una decoración limpia y funcional, que había sido moderna no demasiado tiempo atrás. El garito lo llevaban dos chicos jóvenes a los que más tarde se unió un hombre maduro, muy parecido a uno de ellos y que bien pudiera ser su padre. Aparecía en muchas fotos, pegadas en la pared tras la barra, abrazado con diferentes personas, aparentemente caspolinos, lo que me hizo pensar que era el dueño. También debían de ser caspolinos los tres hombres, de entre 55 y 70 años, que charlaban animadamente, en castellano, con uno de los chicos, mientras se tomaban unas cervezas y unas olivas. El Kebab de cordero, con todos los complementos (incluida la salsa de yogur) estaba buenísimo. Me lo comí con la certeza de que era la última comida “buena” que iba a probar en 3 o 4 días. Les felicité, y tras una breve conversación en la que me informaron que eran pakistaníes y dónde encontrar una zapatería para comprar chanclas, me cargué la mochila y salí del bar al sol del mediodía.

Después de comprar unas sandalias ligeras y baratas en la calle Santa Lucía me dirigí a la rotonda donde había parado el autobús unas horas antes. A esta rotonda mira un bar con amplia terraza, el bar Aragón. Como el sol pegaba muy fuerte y acababa de comer, decidí esperar un tiempo antes de ponerme en marcha y entré a tomar un café. Dentro solo había un anciano cliente de aspecto local, y una joven camarera china. Me acomodé en una mesita junto a la pared. Me tomé un café con hielo y observé detenidamente el local, mientras sonaba un grupo con cantante china, interpretando una balada pop-rock con efectos de altavoz giratorio en el sonido distorsionado de la guitarra solista. En la pared del fondo unas escaleras subían, según indicaba un cartel bilingüe (árabe y español), hacia los "servicios de uso exclusivo para los clientes". Sobre la cafetera y la estantería de las botellas había una bandera de Aragón con el logotipo de la Diputación General, y sobre ella, grandes rótulos sobre el espejo anunciaban: pizzas para tomar y llevar. Sonaban una tras otra las canciones del grupo producido por algún nostálgico de Pink Floyd. Las había tranquilas, rockeras y hasta una perrillera que me hizo pensar en el “Camela” oriental. De vez en cuando entraba y salía un camarero joven, también chino, que servía a las mesas de la terraza. El anciano cliente se cansó de jugar en la máquina tragaperras y fue relevado por otro, también anciano. Cuando salí del bar para buscar dónde conseguir agua, la canción que sonaba se podría calificar como de un estilo "Celtas Cortos", pero en chino.

Llegué a una gasolinera cercana y compré tres litros de agua. Cargué con dos litros y medio (todo lo que me cabía en las cantimploras) y me bebí allí mismo medio litro. Debía acumular toda el agua posible, porque ya no iba a tener suministro el resto del día, ni en toda la noche, ni al día siguiente, hasta que llegase a Peñalba, en mitad de los Monegros, a más de 46 kilómetros de allí. Me preparé para empezar a caminar: me puse la camiseta de sudar, preparé la gorra con la tela para el sol y empecé a embadurnarme de crema solar. Estaba en ello cuando un hombre se me acercó:

- ¡Cream, cream! – Me gritaba, haciendo ademán de frotarse los antebrazos.

Cuando llegó ante mí me pareció que era original de oriente medio, y que tenía más melanina en cada brazo que la de toda mi familia junta. Le di un poco de crema y él aprovechó el encuentro para contarme que había inmigrado pero que no encontraba trabajo, que tenía familia en Pakistán, que dormía en la calle y se duchaba en la gasolinera y, por supuesto, que necesitaba dinero. Se llamaba Eshaan, según le entendí, y estaba esperando que empezase la campaña de recogida de la fruta para trabajar como jornalero. Le di las monedas que llevaba, lo que le pareció poco, y le expliqué que iba de viaje con todo a cuestas y que llevaba dinero justo. Me miró con una cara en la que creí ver compasión, admiración y sobre todo, extrañeza. Me calé las gafas de sol, me acomodé nuevamente la mochila a la espalda, nos despedimos deseándonos suerte mutuamente, y con el bastón en la mano, comencé a caminar. Eran las 15:30, el sol seguía pegando fuerte y tenía pinta de que iba a seguir haciéndolo durante varias horas.

 Caspe: Plaza del Compromís

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