Salí de Caspe por la avenida de Chiprana, con “la calor”, que mantenía las aceras vacías de gente y rebosantes de luz. En las afueras del pueblo fui dejando a la izquierda, en sucesivos cruces, los desvíos a Alcañiz y a Chiprana, siguiendo siempre recto en dirección Bujaraloz.
Caminaba por el arcén, pisando de vez en cuando trocitos de cristal, alguna goma, tornillos, trozos de plástico, metal y algún envoltorio, esparcidos como notas de color sobre el monótono gris del asfalto. A los lados de la carretera alguna higuera, un hato de cañas, muchas amapolas, sisallos, escobizos, cardos marianos, y muchas otras yerbas, altas y turgentes, daban al entorno un aspecto de fértil vertedero. Más adelante, el vuelo de un águila real sobre un olivar del otro lado de la carretera, me alegró este comienzo de la ruta, en la que tenía la esperanza de hacer muchos hallazgos naturalísticos.
Empecé a sentir el ritmo lento del caminar. Todo parecía más grande. Cinco horas antes, en el autobús, los últimos cinco kilómetros de carretera desde las Playas de Chacón hasta mi destino, se me habían hecho tan cortos que solo me dio tiempo a pensar: ya estoy en Caspe. Pero andando, iba a tardar más de una hora en recorrerlos. Tuve que aplicarme la virtud que más tendría que usar durante el viaje a pie: la paciencia. Sabía que tenía que empezar muy despacio. La mochila pesaba mucho y el piso de asfalto era lo peor para mis rodillas, castigadas durante años. En los últimos tiempos había dejado de correr por problemas en estas articulaciones, y aunque tenía costumbre de andar muchas horas, nunca en mi vida lo había hecho con tanto peso a la espalda y durante tantos días. Tenía miedo de lesionarme. En este principio de la caminata, tener que abandonar el viaje por el fallo de alguna rodilla antes de lo previsto, me pareció lo más probable. En respuesta a estos pensamientos, me obligaba a caminar muy despacio, mucho más de lo que mis músculos y mi ansiedad me pedían.
La carretera bajaba ligeramente hasta una gasolinera en la que compré una botella grande de agua. Estaba en el punto más bajo de la ruta hasta el puerto de Góriz, a ciento treinta metros sobre el nivel del mar. A mi derecha, en el embalse de Mequinenza, dos pescadores sujetaban sus cañas en una pequeña barca con el motor parado, cerca de la orilla orlada de tamarices. Al fondo se divisaba el Dique de Caspe, donde estuvo la confluencia del río Guadalope con el Ebro antes de hacerse el embalse.
El Dique de Caspe evita que el agua del pantano inunde los últimos kilómetros del curso bajo del río Guadalope, que quedan por debajo de la cota máxima. En este terreno se encuentra también una parte del casco urbano de Caspe, la estación de tren y algunas carreteras. Otra obra, a tres kilómetros y medio del pueblo hacia el este, conduce el agua del río directamente al embalse, a través de un canal excavado en una colina. Así, los últimos siete kilómetros del antiguo río Guadalope hacia su confluencia con el Ebro, son en la actualidad una hondonada de doscientas veinte hectáreas sin río y sin salida de agua, que se destinan a cultivos de huerta. Siempre me he preguntado cómo sacarán el agua de lluvia, escorrentía y vertidos varios, que inevitablemente se tiene que acumular allí.
Iba con la botella de agua en la mano, bebiendo según me apetecía. Así llegué hasta el puente por el que la carretera de Caspe a Bujaraloz cruza el río Ebro. Cientos de aviones comunes volaban frenéticos alrededor, entrando y saliendo de los bajos ocultos de la carretera, que yo imaginaba repletos de nidos. El embalse estaba al máximo de su capacidad. En las aguas turbias y marrones, cada cierto tiempo, oscuras manchas se movían despacio, cerca de la superficie, y desaparecían en la profundidad poco después. Me quedé un rato observando, y al poco me sorprendió un ruidoso remolino, creando ondas a su alrededor. Eran los grandes y feos siluros, las manchas oscuras, que yo esperaba ver, pero suponía más escasos. Se atacaban unos a otros junto a los tamarices y era entonces cuando más violentamente removían el agua, que sonaba por encima de la algarabía de los pájaros. Viéndolos tan fácilmente, me impresionó imaginar la cantidad enorme de estos animales que debía de haber en todo el embalse, teniendo en cuenta lo grande que es, y que solo se veían los que estaban cerca de la superficie. Cuando terminé de cruzar el puente, miré con prismáticos a los pescadores, que a lo lejos, en la barca, seguían junto a sus cañas, rectas e inmóviles.
El aroma estepario de la ontina me llegó donde la carretera subía suavemente, junto al Cabezo de la Barca. En la bajada posterior, poco antes de abandonar la carretera, me acabé el agua de la botella. Allí, cerca de las Playas de Chacón, la pequeña chopera estaba inundada, y sobre las copas verdes de los chopos jóvenes que sobresalían del agua se posaban las aves acuáticas. A mi paso, un grupo de garzas reales realizó un corto vuelo hasta un sitio más alejado donde volver a posarse y una bandada de azulones atravesó el aire, como una escuadra de aviones de combate. Junto con éstos, gaviotas y garcetas aprovechaban aquella tarde las aguas someras y las muchas ramas bajas de la ensenada. Crucé por allí la calzada y tomé el camino ancho que enfilaba recto hacia el norte, hacia un visible cerro llamado Cabezo Valero. Muy gustosamente, me despedí del asfalto.
Pescadores en el embalse de Mequinenza
Siluros y tamarices
Cruzando el río