El sábado por la mañana, desde el final de la carretera del valle de Aisa, iniciamos la ascensión en esquí de montaña hacia el pico de Lecherín. Más o menos a las 9 de la mañana, nos pusimos en marcha Curro, competente guía de
alta montaña, Elena, primeriza en el esquí de travesía y yo, ni lo uno ni lo otro. Realizamos la primera parte con los esquís
en la mochila, porque abajo había poca nieve. A Elena le habían prestado unas
duras botas, que le quedaban grandes y le hacían daño. Caminando, llegamos al
lugar donde ya todo en adelante estaba cubierto de nieve, y comenzamos a
foquear.
La nieve estaba húmeda y de vez en cuando los esquís de
Elena patinaban unos centímetros en la ladera más empinada que tuvimos que
atravesar. La tensión aparecía, lógicamente al tratarse de su primera excursión
de esquí en la montaña, fuera de las pistas pisadas de las estaciones. Pasamos por las fuentes de Rigüelo, donde la
nieve estaba irregularmente hundida o desaparecida, por efecto del agua que surge en ese punto de la tierra, a
una temperatura bastante superior al punto de fusión. Y poco a poco, superando
esa tensión con buen humor, nos internamos en las suaves laderas del valle de
Rigüelo.
La mañana era gris. No hacía frío, no hacía viento, y
tampoco lucía el sol. Era un día neutro, como un vaso de agua templada. Las
cimas quedaban ocultas tras las nubes y nosotros progresábamos lentamente por
las huellas bien trazadas por anteriores esquiadores. Sudábamos. En la
confluencia de las vaguadas que bajan desde la Garganta de Aisa y del Mallo de
Lecherín, hicimos una parada para beber agua, coger resuello y acometer la pala
principal de la ascensión. Sobre nosotros, las moles rocosas del pico de Rigüelo
y el Mallo de Lecherín a un lado y el macizo de Aspe al otro, comenzaban a dejar
ver sus cimas, como si en gesto cortés retirasen el velo de nubes de sus
altivos rostros de piedra caliza.
Según subíamos la gran pendiente, las nubes altas iban
ahilándose. Aparecían los primeros claros en el cielo, pequeños y efímeros. En esos momentos, el sol se podía ver como un
disco blanco que escasamente conseguía deslumbrar y la luz cambiante que
llegaba esquivando las nubes producía reflejos plateados y dorados en la superficie
nevada de la montaña.
Pero en seguida las
nubes volvían a compactarse. Seguíamos subiendo, repitiendo movimientos. Elena
recibió de Curro las instrucciones para dar las “vueltas María” y tuvo ocasión
de practicar esta maniobra bastantes veces. Los esquís que le habían dejado
eran largos, anchos y pesados para ella. Esto se lo ponía aún más difícil, y
tuvo que realizar grandes esfuerzos en cada giro cerrado de la subida. Habíamos
subido ya unos 800 m de altitud y a Elena se le acababan las fuerzas. Decidimos
darnos la vuelta.
El principio de la bajada fue lo más duro para nuestra
compañera. Tenía los pies doloridos y las piernas agotadas; la nieve estaba
pesada y la pendiente era fuerte. Poco a poco bajamos hasta una roca en la que
comimos. Después, ya algo recuperados, pudimos descender unas laderas
disfrutando del esquí, y después de volver a atravesar junto a las fuentes de Rigüelo, llegamos a los
llanos de Napazal, donde nos habían venido al encuentro Pala y Quillo.
Bajábamos caminando, y en los claros herbosos recién
descubiertos de nieve, algunos de los narcisos jacetanos que por la mañana aún
estaban cerrados, ya habían abierto su corola amarilla con forma de trompeta,
orientada hacia lo alto en un ángulo de 45 grados. Hacía calor y lucía el sol.
1 comentario:
He sentido escalofríos al pensar en los resvalones de los esquis de Elena en aquella ladera de subida. Seguridad al ver que 800 de ascensión supisteis dar la vuelta, y un cosquilleo en la tripa al imaginar lo que debe compensar todo eso cuando bajais "eseando".
Chulos los comentarios y chulísimo el video de Bisaurin.
Amatxi.
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